El señor RUIZ-ESQUIDE.- Señor Presidente, hace algunos días el Senado aprobó por estrecha mayoría el proyecto que autoriza a la Presidenta de la República para aportar 5 millones de dólares a la lucha, a través de las Naciones Unidas, contra el hambre y las enfermedades más graves, como el sida, la malaria y la tuberculosis.
Más allá del resultado, fue relevante también la argumentación, tanto en un sentido cuanto en otro. Como bien lo reflejó mi votación, me pronuncié a favor. Y el debate habido me lleva a algunas consideraciones, en las que están envueltos asuntos económicos, de bien nacional, de la solidaridad internacional y de los deberes políticos de los parlamentarios.
El gran problema fue cómo debe entender Chile su quehacer nacional e internacional en cuanto parte de un mundo globalizado y simultáneamente solidario, al decir de los discursos de los últimos 15 años. Eso significa, al tenor de lo expresado, que ambos conceptos deben ser vistos en sus alcances económico y moral, en su misión interna y en su dimensión comparativa con el resto de los países.
Lo anterior requiere ver el mundo de hoy, más amplio y cercano, con más derechos para todos y oportunidades equitativas.
Según mi personal apreciación, en un mundo así planteado, los chilenos, tan lejanos, tenemos directrices que debemos conciliar.
La primera es que somos hermanos, no por un discurso religioso o humanístico, sino por uno real y biológicamente comprobado.
El gran proyecto EVA, de las Naciones Unidas, que sigue las migraciones del ser humano desde su población en la Tierra, a través del estudio genético, demuestra que somos estrictamente hermanos y que en el hecho no existe diferencia entre un alacalufe, un nórdico de Europa y un centroafricano. La vieja concepción tan racista de que “todos somos iguales, pero algunos somos más iguales que otros” es genéticamente falsa, se destruye en la era del genoma y sólo constituye un sustento artificial para defender el egoísmo de aquellos que se restan a la solidaridad por razones raciales o simplemente por políticas circunstanciales.
La segunda directriz es que, por consiguiente, para quienes tenemos una concepción humanista -que la creo en cada uno de los integrantes del Senado- y, más aún, católica universal, el prójimo no es ya sólo el cercano, sino todo aquel que habita el planeta. Lo católico es lo universal y la concepción planetaria de Teilhard de Chardin se nos presenta como irrebatible a la hora de analizar nuestras conductas y deberes.
La consecuencia moral radica en que mi obligación ética como ser humano es igual para con todos. Así fue siempre en la historia de los siglos cristianos, como lo fue también -por desgracia- la pérdida de esa comunidad para dar origen al absolutismo chovinista, que degeneró en las luchas nacionalistas, el liberalismo individualista y su respuesta de lucha de clases, como contrapeso.
La tercera directriz tiene una doble dimensión.
En primer lugar, la solidaridad, la cual es gratuita, no busca el interés del pago, no genera dudas, no espera recompensa y es universal. Luego, no sólo constituye obligación de algunos Estados, sino de todos ellos, y también, de todos y cada uno de los que forman las comunidades, en la medida de sus posibilidades.
Este planteamiento puede sonar extraño, atípico o estulto en un mundo donde el eje de las conductas es tener y no ser. Este asumir como legítimo lo que no es legítimo ni moral, que no es moderno y ni siquiera eficiente para la propia economía, en un exceso sin límites, es el origen de buena parte de los males del orbe y de los ciudadanos.
Nuestro mundo crece, pero no se desarrolla humanamente. Cada vez somos más ricos pero más dependientes de una esperanza de la mayoría que lleva a índices siniestros: mientras más riqueza y peor distribución, mayores depresiones.
Chile, por desgracia, no escapa a esa regla, pues nos educamos para la riqueza cada vez mayor, pero más lejana y, por ende, obsesionante, hedonista, pero destructora de la auténtica felicidad. Además, termina siendo fratricida, porque nos obliga a la competencia para esos efectos. Aun en el mayor pragmatismo, la economía cae porque disminuye el poder de compra.
La segunda dimensión dice relación al resguardo del bien individual o nacional, parte esencial también de la vieja conciliación entre el bien individual y el bien común que debemos administrar como Gobierno y Parlamento en cuanto somos autoridad.
Sé que hay un conflicto de convicciones acerca de cuál debe primar. En nuestra opción, los derechos naturales a la vida, a la salud, a la libertad, a la educación, a la vivienda, a la seguridad y al respeto están por encima del colectivo social, porque se hallan adscritos a la persona trascendente.
Los otros derechos individuales deben ser respetados, pero sujetos al bien común. La propiedad privada y el derecho a incrementar la riqueza también han de ser protegidos por la ley. Sin embargo, la riqueza excesiva, la usura y el anatocismo legalizado en los hechos son éticamente inaceptables.
Si he señalado que somos un solo hombre y una sola mujer en el mundo, ¿debo aplicar con la misma fuerza esa solidaridad o tenemos nosotros una mayor obligación para con Chile y los chilenos? Con franqueza, sí. La tenemos en cuanto nuestro deber de autoridad conlleva esta precisa responsabilidad.
Como parlamentarios, Chile y nuestros electores son "nuestras circunstancias", al decir de Ortega y Gasset.
Por lo tanto, la pregunta es: ¿podemos conciliar ambos deberes? Yo creo que sí, porque las normas morales y las del ejercicio del poder exigen el criterio para distinguir entre la obligación particular y la general y el recto uso de nuestras posibilidades, a la luz de la capacidad del país para resolver los problemas nacionales, junto con ayudar a quienes necesitan nuestro apoyo porque están peor aún que nosotros.
El respeto a nuestra gente que no tiene otra ayuda ha de ser conciliado con el respeto al mundo más pobre que nosotros, que también es responsabilidad de otros países.
Es necesaria la sabiduría para resolver entre la obligación solidaria universal y la obligación más cercana aplicada con criterio y buen juicio, esencia del arte de gobernar. Es lo que hace el Gobierno al destinar una mínima fracción de lo que invierte en nuestros compatriotas, en el más grande presupuesto social de la historia de Chile.
Por eso debe respaldarse -y así lo hicimos- dicho proyecto. Porque estamos progresando con esa política y porque la ayuda a las Naciones Unidas es mínima en comparación con nuestro presupuesto. Los cinco millones de dólares significan 0,02 por ciento de los diez billones de pesos aplicados al gasto social.
Desde el punto de vista económico, estamos avanzando a pasos agigantados, a la luz de todos los parámetros macroeconómicos. Chile camina lenta pero decididamente a ser un país con mayor equidad social, más allá de la mala distribución de la riqueza, a la que me referiré.
Por lo tanto, es ético participar en esa cruzada. El que otros no lo hagan no nos excusa de nuestro deber solidario.
Otra de las discusiones se refiere a si la solidaridad debe ser mirada como un mecanismo de prestigio internacional.
Reconozco que es un punto válido para Chile. Hemos ganado prestigio por nuestro orden económico, por el crecimiento del comercio internacional, por nuestra palabra respetada y respetable. Hemos logrado superar la penosa dicotomía de ser objeto de presiones de una o de varias potencias. Pero también debo decir que me duele que sea necesario hacerlo en esta perspectiva, porque así el aporte chileno pierde la pureza del valor solidario y pasa a ser, desde el ángulo moralista, una suerte de “acto imperfecto” de ayuda internacional, por la intencionalidad con que algunos lo plantean.
Lo último del debate -apenas fue tratado- se refiere a cómo se paga o debe pagarse el apoyo en cuestión. ¿Es solamente un asunto de gobierno o es un asunto de la sociedad? Planteado de otra manera: en el estado actual de la economía y de la distribución de la riqueza en Chile, ¿se justifica rechazar el proyecto sólo por "las necesidades de la gente humilde" aún no satisfechas? o ¿es una manera de algunos sectores con mayor poder financiero de eludir el deber no cumplido de los grandes ingresos en un país que tiene tributos bajos, en comparación con otras naciones del mundo, y -peor todavía- mal distribuidos? Dicho de otra forma, ¿puede hacerse este alegato en contra de nuestro aporte sin mencionar dicho aspecto? Creo que no, y por eso lo traigo a colación.
Chile tiene una economía estable gracias, sobre todo, al trabajo de los empresarios productivos -debo reconocer que no lo siento así respecto de los sectores puramente financieros-; a la estabilidad política generada por un Gobierno y un Parlamento serios, y al sacrificio de sus trabajadores manuales e intelectuales, quienes han aceptado, en la primera fase de la reconciliación democrática, recibir la parte minoritaria del ingreso nacional.
En este vistazo hay hechos y cifras que nos interpelan al pensar que todo es responsabilidad del Estado y que el sector privado no tiene responsabilidad, y donde pareciera que la llamada "responsabilidad social de la empresa" -que reconozco como una idea central en los cambios de los parámetros de comportamiento del capital- es más bien un simple rótulo para salvar la conciencia bajo el expediente del pago suficiente a través de los impuestos.
Bastan las cifras ya conocidas:
-Chile tiene un bajo índice de tributación, comparado con países de similar crecimiento; y por ello somos la sociedad con más injusta distribución del ingreso en América Latina.
-El 10 por ciento de los chilenos poseen 47 por ciento de las riquezas nacionales.
-Las utilidades de las grandes empresas suben de 30 a 40 por ciento anual, con una inflación y un aumento de salarios que no superan el 5 por ciento.
-Las exportaciones de dinero chileno superan los dos mil millones de dólares a países de menor seguridad y similar utilidad.
-La generación de empresas secundarias en las grandes explotaciones de riquezas naturales es mínima, a pesar de las garantías excepcionales que se otorgan en algunas áreas. De generarse más, subiría nuestra equidad y se crearía trabajo.
-Más de cinco mil chilenos ganan sobre 5 millones de pesos líquidos mensuales -según las informaciones recogidas-, que deben compararse con un salario mínimo de 150 mil pesos. Es decir, en proporción de 1:33; de un mes a casi 3 años.
Pero cuando se extreman las cifras a las realidades más verdaderas e impactantes, vemos que algunos chilenos -al tenor de sus propias palabras- declaran un patrimonio cercano a los mil millones de dólares, que conservadoramente, colocados a una tasa de 0,4 por ciento mensual en cualquier banco, generan una renta de 2 mil 125 millones de pesos mensuales.
Si se compara esa cifra con el sueldo mínimo, de 150 mil pesos, la relación es de 1 a 14 mil 166; o sea, casi 1.180 años.
¡Ni la más fecunda imaginación permite una diferencia tan brutal, y a mi juicio inmoral, pues debemos remontarnos 57 generaciones y más allá del anterior milenio!
Por ello, acudir a la justicia distributiva para reclamar la acción del Estado sin reconocer la obligación del mundo privado en esos niveles me parece inconsecuente, pues implica desconocer la visualización de la economía al servicio de la persona humana.
Dicho en una pregunta final: ¿Es legítima esa ganancia o se trata sólo de una mezcla de usura disfrazada y de anatocismo legal llevado a cabo usando distintas fórmulas que lo encubren? Todo -insisto-, en un bajo promedio de tributos. Porque las informaciones económicas demuestran que Chile no figura entre las naciones con más alta tributación, ni siquiera de América Latina.
Un análisis del alegato reciente abre cifras, hechos y requerimientos que dejan al desnudo el capitalismo salvaje de nuestra economía y la carencia absoluta de equidad.
Un punto como el discutido en el Senado tiene otras dimensiones que están en el debate diario del país.
Dicho con claridad, las cifras evidencian que el modelo capitalista que nos rige no resiste más y debe ser corregido.
A veces -debo reconocer- produce una ternura casi malsana ver a las grandes instituciones financieras preocupadas de los pobres desde los mil años que separan sus ingresos de los de aquellos que sufren esas diferencias.
Por ello, tal vez sea el momento de pedir a mis colegas del Senado y al Gobierno que, junto con implementar otras medidas que hemos planteado de manera reiterada, hagamos la gran reforma tributaria que requerimos, que sea justa en cuanto a lo que se gana y en un adecuado nivel económico.
Así lo esperamos.
He dicho.