“LA NACION ,DOMINGO 29 DE JUNIO – REPORTAJES
LA OPOSICIÓN A ALLENDE
Lloré cuando anunciaron su muerte”
Por Mariano Ruiz-Esquide
En mi vida política por razones de esta naturaleza he llorado dos veces: cuando se hizo la transmisión del mando desde Eduardo Frei a Salvador Allende y cuando anunciaron la muerte del Presidente Allende en La Moneda.
Comenzar con estas palabras un artículo sobre lo que significó para mí ser diputado de oposición al Gobierno de la Unidad Popular, es reconocer las múltiples contradicciones que había en mí como diputado opositor a esa administración. Habíamos luchado duramente para ganar con Tomic y habíamos finalmente aprobado un Estatuto de Garantías para dar nuestros votos en el Congreso Pleno, pero por otra parte el correr del tiempo nos fue demostrando que el Gobierno mismo no satisfacía las aspiraciones que creíamos legítimas de demandar de un Gobierno socialista y por eso fue que a mediados del Gobierno y antes de las elecciones parlamentarias de 1973, escribí un libro que titulé "El socialismo traicionado". Creía sinceramente que más que un socialismo a la chilena, que el Gobierno proclamaba, se estaba haciendo una suerte de capitalismo de Estado, donde el Estado centralizado asumía las labores productivas con grados de ineficiencia, era contrario a la posibilidad de una socialismo descentralizado en los términos que lo había planteado en la campaña.
Era también para mí un tema difícil en ese momento: lograr convencer al propio Gobierno y a los partidos de la Unidad Popular que nuestra oposición no era a los cambios que compartíamos desde nuestra visión comunitaria, sino a los errores que se cometían desde los organismos de Gobierno, a la ceguera para conciliar alianzas, al sectarismo frente a las organizaciones sociales y a la pérdida gradual, pero indeclinable, del apoyo popular que ponía al Gobierno en la flaca condición de no tener apoyo parlamentario y no tener apoyo social. Ése era el centro de mi alegato, al que se agregaba el temor de una derecha que, desde el primer día de la asunción del Presidente Allende, buscaba derrocarlo con el argumento de que "más vale evitar su Gobierno que tener que derrocarlo" porque no veían posibilidad alguna de su permanencia inmaculada por seis años.
Los tiempos se aceleraron con tal fiereza que la discusión se hizo doblemente fuerte en la oposición y en el propio Gobierno.
En la oposición las propuestas iban desde el pronto derrocamiento (no olvidemos lo sucedido en junio de 1973, el llamado tanquetazo que casi significó la muerte de mi hijo) hasta aquéllos que buscábamos corregir los errores del Gobierno sin alterar su permanencia en el poder y orientar su tarea a hacer los cambios razonables, posibles y necesarios.
También la discusión era intragobierno e intrapartidos de la Unidad Popular. Si bien no es el caso de hacer un análisis más serio en tan pocas líneas, nadie puede olvidar la permanente perplejidad a que se vio sometido el Presidente Allende entre quienes sostenían que la tarea era "avanzar sin transar" en el caso del Partido Socialista y "transar para avanzar" según el Partido Comunista. No olvidemos tampoco la presencia permanente del MIR y de grupos aún más ultra que presionaban al Gobierno, lo que era ya imposible por la carencia de fuerzas parlamentarias y sociales ya mencionadas.
Los que estábamos en esta última tesis de lograr cambios manteniendo las libertades y evitando su caída, ¿cómo podíamos hacerlo para que se lograse esto sin traicionar ni perder estos tres aspectos que para nosotros eran imprescindibles? Para nosotros avanzar en los cambios era indispensable, ya que en el cuadro descrito la derecha saldría ganadora en un franco retroceso histórico. Mantener la libertad de aquéllos que esperaban hacer cambios aun a costa de esta libertad era para nosotros intransable. Mantener el Estado de Derecho era también un punto esencial porque en Chile tradicionalmente -y los hechos posteriores lo probaron- cuando cae el Estado de Derecho surgen las dictaduras y es el conservadurismo chileno y el gran capital el que triunfan en desmedro de los sectores más desposeídos. La dictadura de Pinochet así lo ratificó.
Reconozco que no tuve gran cercanía con el Presidente Allende. Más aun, debo haber conversado con él en no más de tres o cuatro oportunidades y la última vez fue días después del acuerdo de la Cámara del 23 de agosto junto con Bernardo Leighton, quien me invitó a esa conversación que tenía con el Presidente en un acto de cariñosa consideración. En todas esas conversaciones, y muy especialmente en la última que señalo y que duró más de tres horas, me quedó la sensación de su firme convicción de que era posible avanzar en la línea que le planteábamos, pero que reconocía también las extremas dificultades que le colocaban algunos de los sectores que lo apoyaban y también lo que representaba la presión más extrema de la derecha y las fuerzas internacionales que participaban en la vida política chilena. Me quedó la sensación de su admiración por Balmaceda. Era un alerta de su conducta posterior. Supe también de sus palabras de que jamás aceptaría ser prisionero de una contrarrevolución, como él la llamaba, porque no creía en los gobiernos en el exilio y mucho menos "poner al Presidente de Chile en el ultraje de tomarlo detenido y deshonrar su figura".
La suma de estos factores apenas mencionados nos fue llevando a la conclusión de que cada vez era más difícil lograr la sumatoria de los tres aspectos que nos eran esenciales. Recuerdo las conversaciones con tantos de nosotros que exclamaban en una expresión casi ahistórica "qué hermoso Gobierno pudimos haber hecho con Tomic", "qué fácil había sido ser oposición de Alessandri desde nuestra perspectiva progresista como democratacristianos" y "qué difícil es hacer oposición progresista a un Gobierno del que esperábamos fuese progresista y al que tenemos que oponernos en nombre precisamente de los cambios que debemos hacer y de la libertad".
Lo último que quiero señalar es el recuerdo de la mencionada reunión. Bernardo le dijo en un momento que anunciara el plebiscito, que llamara a nuevas elecciones, que lograse que sus actores más duros se retiraran del Gobierno para poder avanzar sin necesidad de transar los puntos principales de su programa. Recuerdo que nos miró de una manera muy extraña y tardó más de uno o dos minutos en contestarnos. Nos dijo con una voz muy solemne: "No puedo, no seré yo el que pase a la historia por haberme separado y traicionado a los que me llevaron al triunfo".
Miré a Bernardo y en un susurro, con esa capacidad que tuvo siempre de precisar en dos o tres palabras el meollo de la cuestión, dijo: "Entonces estamos fregados". Salí de su casa con una doble e inmensa sensación. La primera, que había sido testigo de un momento histórico en Chile. La segunda, con una enorme congoja, porque sentía que el destino del Presidente estaba sellado y los dolores en Chile serían tremendos.
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