martes, mayo 13, 2008

RODOLFO FORTUNATTI: CRISIS Y RECUPERACION DEMOCRATACRISTIANA

Soportaré, pues, a esta Iglesia hasta que vea una mejor, y ella tendrá que soportarme a mí hasta que yo mismo me vuelva mejor»

De la carta de Erasmo a Lutero



El 15 de abril el diputado Gabriel Ascencio formuló un discurso en la bancada parlamentaria democratacristiana donde examinó la realidad política del PDC, la Concertación y el Gobierno. El planteamiento del legislador es un intento de interpretación de la crisis de la falange, y en este mérito debe ser analizado y contrastado, no sólo porque es necesario restablecer el diálogo al interior y hacia fuera de los partidos políticos, sino porque el suyo responde a una visión democratacristiana hecha desde la Democracia Cristiana.



Un análisis semejante sugiere desplegar las capacidades de percepción y de elaboración de la crisis, que, parafraseando a Hans Küng, consiste en la interrupción de los contextos habituales de vida y pensamiento, de modo que, antes y después, el mundo del partido y de la política, ya no es el mismo. Significa concordar un diagnóstico de la realidad y, asimismo, imaginar colectivamente la vía de salida hacia lo nuevo. Y hacerlo con honestidad intelectual, buscando la verdad, impregnando el diálogo de humanidad, y desentrañando los mitos y dogmas que obstaculizan el progreso.



Uno de estos mitos es la llamada crisis terminal de la Concertación, creencia/vaticinio bastante arraigado entre quienes han abandonado la coalición. Fue la esperanza fallida de Adolfo Zaldívar cuando en enero de 2002 llegó a la mesa del partido y, a pesar suyo, la Concertación ganó las municipales de 2004 y, un año después, la elección parlamentaria y presidencial. Es la tesis fundamental de quienes habiendo participado activamente tanto en la organización como en los debates del congreso realizado en octubre, decidieron unirse al senador no obstante la exhortación de Ricardo Hormazábal.



La réplica de Ascencio procura convencer que los éxitos concertacionistas de los últimos veinte años se han debido a la vigencia del sistema binominal. Paradójicamente, esta es la misma regla que ha impedido a la derecha llegar al gobierno, causándole una frustración que hoy por hoy la tiene al borde de la crispación, como bien testimonia Joaquín Lavín. A mayor abundamiento, la Concertación también ha triunfado año tras año en las municipales, donde rige un procedimiento electoral proporcional.



Aún así, sin demostrar los signos de desgaste o agotamiento, Ascencio insiste que la enfermedad terminal de la Concertación tiene su origen en el sello neoliberal de sus cuatro administraciones. Tinte ideológico que se reflejaría en la concentración de la riqueza versus el empobrecimiento de los trabajadores agrícolas, de las mujeres temporeras, de los estudiantes, pobladores, micro y pequeños empresarios, en suma, de los postergados del sistema. Y en lo que se toca a la actual conducción económica, la responsabiliza de relajar los controles inflacionarios, moderar las tasas de crecimiento y permitir la caída del tipo de cambio, mientras se esmera en custodiar una enorme masa de recursos empozados e invertidos en el exterior. El diputado denuncia una actitud cómplice del partido con este ¡neoliberalismo llevado a sus últimas consecuencias!



Pero, además ―saltando fuera de los límites tolerables en cualquier debate―, subraya que la mortal agonía de la Concertación es producida por la descomposición moral de su dirigencia política. La Democracia Cristiana brindaría amparo a una corrupción enmascarada con eufemismos tales como “desórdenes administrativos” y “desprolijidad”. Peor aún, las reiteradas invocaciones del partido a la conciencia y a la disciplina parlamentaria, agravarían a tal punto su comportamiento público que lo trocaría en uno propiamente mafioso.



Se trata de dos argumentos falsos que lesionan la credibilidad del partido, del gobierno y de la Concertación. Falso, sin duda, es el raciocinio de un neoliberalismo extremo propugnado por el partido. No fueron ultraliberales las ideas de Frei en la junta de junio sobre transporte público y organización social. No fueron ultraliberales las propuestas al quinto congreso de octubre. No lo fueron los delegados del quinto congreso. Y tampoco lo fueron las resoluciones del quinto congreso.



Las imputaciones relativas a conductas mafiosas, más que un asunto opinable, son agravios proferidos contra una militancia inerme, por gente que abusa de su ascendiente y autoridad. Recuérdese que, sin ningún rigor intelectual, Flores fue el primero en catalogar a un partido político como una organización mafiosa, mientras que Zaldívar fue el primero en emplear la noción marxista de crimen social para describir los trastornos urbanos del Transantiago, lo cual es un disparate. El ex democratacristiano fue aún más lejos, porque ignorando antecedentes históricos y sociológicos, igualó la descomposición moral de la dictadura con el desempeño de los gobiernos de la Concertación. Por cierto, no ha mostrado igual celo a la hora de juzgar la pobre trayectoria de la oposición.



Neoliberalismo y corrupción ―combinados con sectarismo y mezquindad, imposición a toda costa de la hegemonía de un sector, consiguiente enclaustramiento de la política, y divorcio de la ciudadanía―, habrían motivado el éxodo del senador y de cinco diputados.



La verdadera razón es sin embargo otra: lo que se ha consumado es la derrota de un experimento político sin referentes en la realidad y sin base social. Adolfo Zaldívar, desde que asumió la conducción del partido, jamás consiguió plasmar una correlación de fuerzas favorable. No sólo porque su sector se recogió sobre sí mismo, sino porque sus anacrónicas propuestas nunca lograron concitar la adhesión de los democratacristianos ni de los partidos de la Concertación.



Al perder su liderazgo, Zaldívar emprendió una estrategia de ruptura que lo arrastraría a él y a sus colaboradores al suicidio político, o sea, a su virtual desaparición de la escena. Tampoco se interesó en poner a prueba su crítica al modelo. Estimuló la emergencia del grupo de los nueve, una bancada dentro de otra bancada, reluctante a mancomunar intereses, como lo es toda expresión de neotribalismo. Y así, al amparo de esta disciplina del fuero, instituida y auspiciada por un régimen que recela de los partidos y coaliciones, desafió la disciplina nacida del debate y la deliberación, para terminar en brazos de la derecha.



Ya en marzo de 2007, Zaldívar fijaba en la opinión pública la expectativa de su expulsión. Y ya en el mes de mayo confesaba cuál era el contingente parlamentario que esperaba alinear consigo. Empezaba también a consolidar sus alianzas externas. Por eso, juró y firmó con la derecha al margen de los canales regulares del partido y de la bancada, precipitando así el pronunciamiento del Consejo. Lo que vino después fue todo uno: la rescisión de la representación de 300 mil votos de la Concertación empleados contra la Concertación. Fue el pasaporte de ingreso al club del Nuevo Consenso. La coronación de esta estrategia habría de confirmarse en la elección de Zaldívar como presidente del Senado, y en la virulencia de los ataques contra Yasna Provoste que culminaron en su acusación constitucional, destitución y prohibición de ocupar cargos públicos. Por contraste, pondría de manifiesto que las lecciones de las crisis tardan en ser aprendidas, y que sus costos pueden traducirse en regresiones no deseadas.



Una última cuestión: ha faltado inteligencia política. Ha faltado lucidez estratégica en un partido que precisa poner en común la riqueza de lo uno y diverso. En vez de ello, se ha optado por la estridencia, la contradicción, el rito reverente, la concesión injustificada, o la incertidumbre ansiosa ante las metas y plazos. Y todo esto, porque se ha inhibido o rehuido el debate. Empero ―y obra como una valiosa reserva de la recuperación―, para la inmensa mayoría democratacristiana lo esencial sigue siendo la unidad, la cual pasa por renovar la promesa, entender el perdón, procurar la conciliación de los espíritus, y fundar una práctica del diálogo racional y objetivo.

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